martes, 13 de marzo de 2012

Capitulo 5: The long and winding road: parte 2


Miraba y remiraba la larguísima fila para la taquilla. Por momentos me parecía escuchar la voz recriminatoria de mi apá, por no haber comprando los boletos con anterioridad. Mi apá tenía ese hábito obsesivo-compulsivo de tratar de prever todas las cosas: ¡siéntate bien, que te vas a partir la madre!; ¡estúdiale o vas a acabar como yo cabrón!; ¡piensa con la cabeza (de arriba) no vayas a cagarla!, aunque eso sí, ni previó, ni se las olió cuando su jefe lo llamó a la oficina, y sin decir agua va, le extendió su hoja de renuncia sobre el escritorio, así, sin mayor explicación: “prescindimos de tus servicios”. Fue un golpe duro para mi viejo dejar casi treinta años de su vida entre las cuatro paredes de la fábrica sin más. Y, por supuesto, fue un golpe duro para mi amá, y para mi, verlo derrotado, sentado en el sillón de la sala, durante los siguientes meses —acaparando el control de la televisión y el Xbox—.
La fila permanecía inamovible, es decir: ni pa´ tras ni pa´ delante. Había que esperar, y uno espera, y espera, y espera algo toda su vida, y cuando uno creé que la expectativa terminó, empieza otra espera: por acabar la carrera; por encontrar empleo; por el resultado de la prueba de embarazo; o por un futuro incierto por demás vaticinado. Raudales de gente iban y venían, por las escaleras, entre los pasillos, pasando los torniquetes. Al cabo de media hora, cansado de la inche espera, y habiendo ganado sólo unos cuantos metros en la kilométrica cola, decidí emplear las habilidades adquiridas de mi curso “Los secretos de la hipnosis” —en voz del mismísimo Froy, y con las que había hipnotizado a mi gato para que dejara de cagarse fuera de su caja de arena—, para destantear a la poli que resguardaba celosamente los torniquetes. Me le quedé mirando profunda y fijamente mientras me acercaba. Ella me miró escrupulosamente de arriba abajo. Mantuvimos las miradas fijas, sin parpadear, sus facciones se empezaron a suavizar — ¡jeje!, un poco más—, cuando de repente… ¡zas! frunció el ceño, sacó su radio y empezó a pedir refuerzos. En mi pánico sólo acerté a señalar el puesto de periódicos que se encontraba atrás de ella, lo que provocó que se descuidara por un momento, instante que aproveché para pasarme por abajo de los torniquetes, y a grandes zancadas, incorporarme a la masa amorfa, que con parsimonioso ritmo descendía las escaleras hacía los andenes.
Mis poderes Jedi había fallado —eso o Froy era un fraude para la hipnosis, aunque eso sí, mi gato vivía más plenamente su sexualidad—, pero ya estaba adentro, y eso es lo que contaba ¿no?, o eso creo. Escondido entre la muchedumbre, vi a la poli, y a otros dos trajeados de seguridad, bajar por las escaleras en chinga buscándome. Me angustié por un momento, pero todavía ni me angustiaba a gusto, cuando una ola, o mejor dicho: un olota de gente, me arrastró hacía dentro del vagón. Mi cachete derecho quedó pegado en la ventanilla del otro lado del tren. Con mis brazos intentaban desesperada e inútilmente despegarme de la grafiteada ventana, y contener la iracunda y desmadrosa ansia de las personas por subirse al convoy.
A diferencia de los puntos importantes del Manual de supervivencia en un colectivo, estos eran imposibles de aplicar al viajar en el Metro de la ciudad Defeña, porque: 1) a pesar de cuidar cartera, reloj, celular, pudor y demás chucherías, de que te fajonean te fajonean, eso que ni que; 2) aquí no puedes disfrutar del paisaje urbano, pero en compensación —y una vez que el vagón medio se vacía—, puedes disfrutar —aparte de los productos de primerísima necesidad, como chicles, videos de Polo Polo  o micas para tu celular—, y por el mismo costo de tu boleto, un show que envidiaría el mismísimo Cirque du Soleil, con hartos músicos, cantantes, actores, trapecistas, magos, sublevados, campesinos, payasitos, predicadores, faquires, y contorsionistas, que con gusto llegan a tu asiento o rincón a hacer tu estancia más surrealista y amena; 3) la única manera de evitar contacto visual dentro de un vagón del metro en hora pico, es cerrando los ojos, y yéndote a tu lugar feliz; finalmente, un punto esencial para sobrevivir en el metro del Deefe es: nunca de los nunca quedarse dormido por el acompasado movimiento del tren, ya que podrías terminar, en el mejor de los casos, en el área de mantenimiento, bajo el escrutinio de un trabajador de limpieza de la tercera edad, gruñón y gandalla.  
Sentí un dolor agudo en mis costillas. Desperté medio desconcertado. Un viejito hostil me intimidaba, picándome las costillas con la escoba que tenía en las manos, para que descendiera del convoy. Me paré todavía adormilado, y haciendo uso de mis habilidades en procesos cualitativos, deduje que me había quedado dormido y estaba en la terminal de Garibaldi. Salí presuroso del tren. Caminé vacilante buscando la salida. Limpié un poco de baba seca de mi boca y me enfilé al paradero. Ya sólo bastaba tomar dos micros y una combi más, para llegar a mi destino: la Pejeerre, y por consecuencia: el tío Eusebio