Miraba y remiraba la
larguísima fila para la taquilla. Por momentos me parecía escuchar la voz
recriminatoria de mi apá, por no haber
comprando los boletos con anterioridad. Mi apá tenía ese hábito obsesivo-compulsivo
de tratar de prever todas las cosas: ¡siéntate
bien, que te vas a partir la madre!; ¡estúdiale o vas a acabar como yo cabrón!;
¡piensa con la cabeza (de arriba) no vayas a cagarla!, aunque eso sí, ni previó,
ni se las olió cuando su jefe lo llamó a la oficina, y sin decir agua va, le
extendió su hoja de renuncia sobre el escritorio, así, sin mayor explicación: “prescindimos de tus servicios”. Fue un
golpe duro para mi viejo dejar casi treinta años de su vida entre las cuatro
paredes de la fábrica sin más. Y, por supuesto, fue un golpe duro para mi amá, y para mi, verlo derrotado, sentado
en el sillón de la sala, durante los siguientes meses —acaparando el control de
la televisión y el Xbox—.
La fila permanecía inamovible,
es decir: ni pa´ tras ni pa´ delante. Había que esperar, y uno espera, y espera, y espera algo
toda su vida, y cuando uno creé que la expectativa terminó, empieza otra espera: por acabar la carrera; por encontrar empleo; por el resultado de la prueba
de embarazo; o por un futuro incierto por demás vaticinado. Raudales de
gente iban y venían, por las escaleras, entre los pasillos, pasando los
torniquetes. Al cabo de media hora, cansado de la inche espera, y habiendo
ganado sólo unos cuantos metros en la kilométrica cola, decidí emplear las habilidades adquiridas de mi curso “Los secretos de la hipnosis” —en voz del
mismísimo Froy, y con las que había
hipnotizado a mi gato para que dejara de cagarse
fuera de su caja de arena—, para destantear a la poli que resguardaba celosamente
los torniquetes. Me le quedé mirando profunda y fijamente mientras me acercaba.
Ella me miró escrupulosamente de arriba abajo. Mantuvimos las miradas fijas,
sin parpadear, sus facciones se empezaron a suavizar — ¡jeje!, un poco más—, cuando
de repente… ¡zas! frunció el ceño, sacó su radio y empezó a pedir refuerzos. En
mi pánico sólo acerté a señalar el puesto de periódicos que se encontraba atrás
de ella, lo que provocó que se descuidara por un momento, instante que aproveché
para pasarme por abajo de los torniquetes, y a grandes zancadas, incorporarme a
la masa amorfa, que con parsimonioso ritmo descendía las escaleras hacía los
andenes.
Mis poderes Jedi había fallado —eso o Froy era un fraude para la hipnosis,
aunque eso sí, mi gato vivía más plenamente su sexualidad—, pero ya estaba
adentro, y eso es lo que contaba ¿no?, o eso creo. Escondido entre la muchedumbre,
vi a la poli, y a otros dos trajeados de seguridad, bajar por las escaleras en chinga buscándome. Me angustié por un
momento, pero todavía ni me angustiaba a gusto, cuando una ola, o mejor dicho: un
olota de gente, me arrastró hacía
dentro del vagón. Mi cachete derecho quedó pegado en la ventanilla del otro
lado del tren. Con mis brazos intentaban desesperada e inútilmente despegarme de
la grafiteada ventana, y contener la
iracunda y desmadrosa ansia de las personas por subirse al convoy.
A diferencia de los puntos
importantes del Manual de supervivencia en
un colectivo, estos eran imposibles de aplicar al viajar en el Metro de la ciudad
Defeña, porque: 1) a pesar de cuidar cartera, reloj, celular, pudor y demás chucherías,
de que te fajonean te fajonean, eso que ni que; 2) aquí no puedes disfrutar del
paisaje urbano, pero en compensación —y una vez que el vagón medio se vacía—, puedes
disfrutar —aparte de los productos de primerísima necesidad, como chicles, videos
de Polo Polo o micas para tu celular—, y por el mismo costo
de tu boleto, un show que envidiaría el mismísimo Cirque du Soleil, con hartos músicos, cantantes, actores, trapecistas,
magos, sublevados, campesinos, payasitos, predicadores, faquires, y contorsionistas,
que con gusto llegan a tu asiento o rincón a hacer tu estancia más surrealista y
amena; 3) la única manera de evitar contacto visual dentro de un vagón del metro
en hora pico, es cerrando los ojos, y yéndote a tu lugar feliz; finalmente, un punto
esencial para sobrevivir en el metro del Deefe
es: nunca de los nunca quedarse dormido por el acompasado movimiento del tren,
ya que podrías terminar, en el mejor de los casos, en el área de mantenimiento,
bajo el escrutinio de un trabajador de limpieza de la tercera edad, gruñón y gandalla.
Sentí un dolor agudo en
mis costillas. Desperté medio desconcertado. Un viejito hostil me intimidaba, picándome
las costillas con la escoba que tenía en las manos, para que descendiera del convoy.
Me paré todavía adormilado, y haciendo uso de mis habilidades en procesos cualitativos,
deduje que me había quedado dormido y estaba en la terminal de Garibaldi. Salí presuroso del tren. Caminé
vacilante buscando la salida. Limpié un poco de baba seca de mi boca y me enfilé
al paradero. Ya sólo bastaba tomar dos
micros y una combi más, para llegar a mi destino: la Pejeerre, y por consecuencia: el tío Eusebio.
Anima leerle cada semana.
ResponderEliminarY a mi me anima que me leas cada semana.
Eliminar¿o sea que de plano le entraste a la literatura costumbrista? Ta' bien chido. Un abrazo
ResponderEliminarArnulFitop
Grax.
EliminarEL TÍO EUSEBIOOO JAJAJAJA, ESPERO SEA ALGO SUPER CHIDO. SALUDOS
ResponderEliminarSimón, yo también lo espero, vale.
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