Me observé detenidamente
en el espejo mientras me cepillaba los dientes. Me miré viejo, me sentí viejo a
mis treinta. Mi perfil griego —región 4— deslucía con la luz de aquel foco
ahorrador de 20 wats; mi piel parecía lija, áspera y porosa, todavía con vestigios
arqueológicos de acné, de mi dulce adolescencia chaquetera; y mis ojitos rojos
—expuestos por horas al Face, al
porno, y a los chats—, parecían opacos, así como sin “el brillo rebelde de la juventud” — ¡esa mamada!—, así como sin esperanza
alguna. Traté de sonreírme, para ver si me veía mejor, o mejoraba en algo
—aunque sea un poco— mi aspecto. Gran error: hasta yo me espanté solito al ver
aquella mueca espantosa en el espejo, algo así como una atroz mezcla de los
rostros de la Gordillo y Stallone —me juré solemnemente no
volverlo hacer—.
Eché el último buche de
agua en el lavabo, el olor a cebolla había desaparecido, pero el de la
incertidumbre no, estaba ahí mero, entre mis dientes. Me lancé una última
mirada mientras anudaba torpemente la corbata, no podía disimular mi
nerviosismo ante la posibilidad de que en algunas horas, mi larga búsqueda de
encontrar empleo formal llegara por fin a su fin. Una aterradora esperanza,
pero una esperanza al fin y al cabo. Respiré profundamente, me encomendé a
alguno de los santos de mi amá —a veces olvidaba mi ateísmo—; revisé por
enésima vez mis documentos y mi curriculum, y salí de casa con “la actitud” — ¡eso era todo chingao!—.
Logré colocar un poco
más de la mitad de mi dedo gordo —del pie izquierdo—, en ese minúsculo espacio que
había en el peldaño, y logré sujetarme a algo —espero que haya sido un tubo— antes
de que arrancara velozmente el micro.
Podía sentir, y respirar, el aire puro —ese aroma veraniego que provenía del Bordo de Xochiaca—, mientras esquivaba a
los camiones, otros micros, postes,
polis, anuncios, limpiaparabrisas, gritones, payasitos hipernalgones, y demás especímenes que habitan sobre la calzada
Ermita Iztapalapa.
Ya no cabía ni un alfiler,
y sin embargo el operador se detenía obsesivamente
en cada esquina a pregonar su cantaleta infinita: ¡SÚBALE,
CONSTITUCIÓN! Pero gracias a estas paradas, mi
dedito gordo podía descansar del peso de mi fornido cuerpo. Sólo había que
tener algo de paciencia, por el tiempo perdido, para no arremeter a leperada y
media contra el operador de la unidad. Lo demás eran puntos básicos
para cualquier cliente asiduo por años al transporte público: 1) cuidar la
cartera, el celular y el pudor, no sea que nos fueran a basculear —aunque siendo muy sinceros, nuestras almas ya estaban por
demás manoseadas—; 2) disfrutar el paisaje urbano que ofrece la entidad más
poblada del Deefe, con vendedores de
todo tipo al alcance de nuestro asiento; y 3) evitar contacto visual con aquellas
personas “necesitadas”, que salieron reciéntenme
del reclusorio, y piden “tu cooperación”
para “evitar” robar y asesinar
nuevamente —reglas del manual de supervivencia
en un colectivo—.
Me sentí todo un
documentalista al empalmar y editar en mis alucines —producto del monóxido del micro— las imágenes urbanas que veía, al
ritmo de Ella no es para ti dubi dubi
dubi —que traía el operador a
todo volumen—, sin quererlo de pronto me sentí atrapado en alguna crónica clasemediera
de José Joaquín Blanco, porque eso sí, por más que mis ojitos pispiretos buscaban y buscaban esa Región más transparente que Carlos escribió
y describió, pues nomas nunca la he hallado —aunque eso sí, debo de reconocer
que llegué como sesenta o setenta años tarde—.
Las calles y las
edificaciones de Iztapalapa siempre me han parecido iguales: en obra negra o en
construcción perenne; descuidadas, grises, y sin el menor vestigio de glamour —como el centro de la ciudad— de
épocas coloniales, ni tiempos de bonanza venidos a menos. Aquí parece que todo surgió
viejo, desgastado, malhecho y maltrecho, como una punzante parodia apocalíptica
de la carcomida urbanidad.
Mis conjeturas salieron
volando, igual que mi pobre humanidad, cuando el micro se fue a estampar atrás de otro micro. Apenas y pude meter las manos para no romperme la face, aunque las rodillas de mis
pantalones no corrieron con la misma suerte. Todavía ni me levanta de mi
aturdimiento —y del piso—, cuando el operador ya estaba abajo de la unidad, estrellando el bat que traía en las manos contra la
cabeza del otro operador, con el que
venía echando carreritas, quien al ser
impedido por tremendo chingadazo, fue
relevado por su chalan con una llave
de cruz. El pasaje que hasta hace
unos momentos se había empeñado en subirse a webo, ora estaba empeñado en bajarse en chinga — ¿oh, pos quién los entiende?—. En cuestión de segundos se
añadieron gritones, limpiaparabrisas, operadores y chalanes de
otras unidades a la campal en plena
calzada. Casi a la velocidad de la luz —lo hubiera hecho sino tuviera tremendo
chichón en mi cabeza— recogí mi portafolio, me levanté, me sacudí y me fui
alejando poco a poco de la batalla por la supremacía de la ruta 14. A lo lejos vi como le tronaban una nalga a un payasito hipernalgón, que no sé en qué momento se
le ocurrió meterse a la madrina colectiva.
Caminé algunas cuadras apresurado —sobándome el chichón y lamentando la perdida
irremediable de mi ventiúnico traje—, hasta que mis ojos divisaron, a escasos
metros, la estación del metro Constitución.