Respiré aliviado, tras dos
horas y media de camino, frente a las oficinas de la Pejeerre. Pero apenas y me acerqué a la puerta principal, y todavía
ni pisaba el tapetito de “Bienvenidos”,
cuando un puñado de cinco o seis weyes
vestidos de negro de pies a cabeza me rodeó, apuntándome con sus armas. No había
dicho ni pio cuando dos de ellos ya
me estaban basculeando de lo lindo. Por
supuesto que no puse resistencia alguna, ni cuando me quitaron el celular, la memoria
USB, ni mi reloj —lo bueno es que traía ropa interior limpia (todavía) por si
decidían encuerarme ahí en plena calle—. No hay mayor poder de convencimiento
que cinco razonables rifles M16 apuntándote a la cabeza. Sentía los tompiates
en la garganta. Tragué saliva, subí los brazos y los coloqué detrás de mi
cabeza, y esperé a que terminara la revisión.
Concluido el “registro” de mi linda personita, y sin
dejar de apuntarme con sus fusiles, el que parecía el machín del grupo, se me acercó y me preguntó amablemente: ¿A qué chingaos vienes?, con acento
norteño. Atropelladamente le expliqué que venía a ver lo de una vacante, y que
me entrevistaría con el señor Eusebio
Hernández —“Coronel” me corrigió
mi interlocutor—. El machín me miró
sin parpadear, mientras escuchaba inmutable mi desordenada explicación. Cuando
mencioné el parentesco con el Coronel,
sus ojos se entrecerraron, entre incrédulos y sorprendidos. Se alejó lentamente
sin dejar de observarme, mientras marcaba en su teléfono. No podía escucharlo,
pero imaginaba que bajo el pasamontañas, su rostro se descomponía, cuando confirmó
la afinidad familiar que tenía con el Coronel.
Apenas guardó el teléfono, ordenó a sus compinches que bajaran sus rifles. Se
me acercó nuevamente: Señor disculpe la “revisión
de rutina”, nadie nos aviso que vendría, espero que no le comenté al Coronel
nuestro recibimiento. ¿Achis, achis, achis, y ora´ qué pasó? Mis poderes hipotéticos
—y por supuesto mi desbordada e hilarante imaginación— conjeturaron que el tío Eusebio —aquel escuálido, chaparro, feo
y prieto poblano que recordaba de mi infancia—, era un poderoso, un “todas las puedo” en la Pejeerre
— ¡achis! esa ni yo me la creía—.
El puñado de
encapuchados, dirigidos por el machín,
me escoltó a través de los laberinticos
pasillos del edificio de la Pejeerre,
hasta dejarme frente a la puerta de lo que aparentemente era el departamento de
mi tío. Todavía ni tocaba, la puerta se abrió suavemente. La dulce voz de la secretaria
—que más bien tenía finta de hostess— me
invitó a pasar. Apenas y me acomodé en el mullido sillón de piel negra en la sala de espera, y la secre me extendió un menú, con una larga
lista licores importados, y el control de una mega pantalla de sesenta y no sé un chingo de pulgadas, que
estaba en la pared, para que no me aburriera —según ella—, ya que mi tío se
encontraba por el momento en una junta muy importante.
Acepté mi irremediable
destino, mientras degustaba mi Dalmore
—según yo piratón, me era impensable creer que era original—, y le cambiaba compulsivamente
a los cientos de canales de la televisión — ¡Ah!, esto es vida—. Uno se podría acostumbrar a
esto, pensé, mientras veía la ciudad tras el enorme ventanal de la oficina. Mi tío,
de alguna manera la había hecho gacha,
o al menos eso aparentaba. El último recuerdo que tenía de él —aparte de enseñarme
a patear tompiates y traficar estampas coleccionables— era cuando yo jugaba en las
escaleras del edificio, y él se despedía de mi amá en la puerta del departamento
donde vivimos. Pasó a mi lado y me sacudió el cabello con la mano, y sin dejar de
caminar me dijo: ¡estúdiale cabrón!, no vayas
a ser como yo. Fue la última vez que lo vi. Sólo hasta hace unos meses que la
amá, y el apá —mas a regañadientes que de ganitas—, volvieron a hablar de él como
una posibilidad, para alivianar mi desesperación y desesperanza por no encontrar
empleo.
Había sido condicionado toda mi vida —como un Intelectual-Alfa-gris-chacotero
de Huxley—, para creer que la escuela
—la educación, una carrera universitaria— era la única forma para salir de la penuria
económica, moral, espiritual y gastrointestinal en la que me encontraba. Pero
dada la experiencia de los últimos años y meses, desde que me graduara —sin honores—
de la universidad, algo me decía —mi peje
interior—, que esto no era del todo cierto, y menos estando aquí, esperando a
que me recibiera mi tío, que aún debía Bolitas
y palitos III, del Jardín de niños de Tepeojuma
el chico.
SEÑOR ME SIGUE INTRIGANDO SU NOVELA SOY UN ASIDUO LECTOR Y EN VERDAD ME GUSTA SU ESTILO Y SU NARRATIVA ESPERO EL SIGUIENTE CAPITULO Y MIENTRAS LO SIGO RECOMENDANDO CON MIS CONTACTOS SUERTE Y HABER QUE LE DEPARA A ESTE CABRON SU DESTINO.
ResponderEliminarPor destino encontre su blog.. la verdad ya estoy mas que interesada en su novela y espero con ansia su próximo capítulo..
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