Tenía que aceptarlo, era
un desempleado con trasfondo Nini, es
decir: ¡un Nini a huevo! Explicándolo
en otro orden de ideas de una manera más profunda y sesuda: no era la elección
de un adolescente-chaquetero-pelos-en-la-mano, dejar de estudiar
nomas porque se le hincharon los tompiates de la rebeldía reguetoñera, sino porque la matricula escolar estaba desmatriculada,
es decir, a según de las instituciones educativas: ¡no cabía ya ni un pinche alpiste en las escuelas!; ni tampoco era la
elección de un joven-cogelón-no-te-embaraces-¡por-dios!,
recién egresado de la universidad pública con grandes aspiraciones profesionales
—o sea ¡hacerla gacha con la lana!—, gastar su tiempo, su vida, su autoestima, y
sus pocos pesos, buscando un empleo decoroso, de esos que sólo existen en las leyendas
urbanas—; ni mucho menos, era la elección de un adulto-te-pateó-el-culo-la-vida-por-chaqueto-y-cogelón, dejar su
empleo de los últimos cinco, diez o quince años —del que estaba agarrado hasta con
las uñas de los pies—, nomas por el mero regodeo solidario con los demás Ninis —cómo pasan a creer que fuera por alguna
crisis-de-la-crisis-de-la-crisis económica—. Era una realidad tan abrumadora,
cruda, cruel y fea como el rostro de la señorita
Laura sonriendo en close up. Tan palpable como el vacio de mis bolsillos, y
tan sin esperanza, como la selección de futbol en un mundial.
Bueno, creo que ya
estaba avanzando en algo al aceptar mi paupérrima realidad social, emocional y
valorativa: yo era parte de este selecto grupo de siete —yo digo que como doce—
millones de adolescentes, jóvenes y adultos, que Ni trabajan, Ni estudian.
La aceptación era un primer paso hacía mi recuperación, necesitaba ayuda
profesional, ora sólo tenía que pasar
al segundo paso: reconocer y aceptar un poder superior —llámese Palancazo—.
Hasta éste momento,
tenía la firme convicción de que recurrir a los “amigos, familiares, conocidos, y conocidos de los conocidos” para
conseguir trabajo era una petición por demás bochornosa, para un licenciado en Todología, con titulo y cedula, y con amplia
experiencia como catador de garnachas —a
lo largo y ancho del territorio de CU y
zonas aledañas—; en procesos de apareamiento a la antigüita —de preferencia el misionero—;
y en la toma de decisiones harto peliagudas — ¿copias, quesadilla o chela?—. ¿Cómo
pasaban a creer que YO con mi IQ de ciento doce, y con
capacidad de análisis de los procesos de las ciencias sociales, abstractas y concretas
— ¡esa mamada!—, necesitaba ayuda de los simples mortales con IQ de peña ajena? Así era la cosa, que se le iba a hacer. Yo lo tenía que
aceptar a mi pesar, y estaba en proceso de reconocer, con un sentimiento mundano
y profano de esperanza, que entre ese puñado de “amigos, familiares, conocidos, y conocidos de los conocidos”, reconocería
y aceptaría ese poder superior, llamado Palancazo.
Ya sólo faltaría dar un paso más para mi
recuperación: “depositar mi confianza en ese
poder supremo”, para tener ese pase VIP
tan anhelado, a la tierra prometida del empleo formal y remunerado. Apagué la computadora
con cierta incertidumbre a pesar de que mañana sería otro lunes de rutina: visitar
decenas de páginas de bolsa de trabajo;
enviar y enviar mi curriculum por internet; y, finalmente, como cada semana, esperar
sin muchas expectativas, el correo electrónico, o el telefonazo que le diera rienda
suelta a mis fantasías mas torcidas, alucinantes y depravadas: un empleo con semana
inglesa y prestaciones.
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