Ya sus “chistecitos”
estaban subiendo de nivel, es decir, se estaba pasando de lanza el gandalla de mi
hermano con mi linda personita. Digo, una cosa es que te digan: “eres un bueno
para nada”; “vagales”; “parasito social” y demás cosas por el estilo. Es más,
hasta que me dijeran que eran un “huevonzote”,
uno aguanta vara y ni la hace de tos, pero de eso a llamarme “Nini”, acababa de pasar esa delgada
línea de algo gracioso a insultante, es decir, se estaba pasando de rosca el
cabrón. ¿Nini yo? ¡Qué paso!, no había pasado los últimos seis años de mi vida en
la universidad, quemándome las pestañas para obtener un promedio de MB, para que él —que se quedó trunco al iniciar su
carrera de ingeniería—, me dijera “Nini”,
sólo porque no había corrido con algo de suerte para encontrar empleo durante los
últimos años, sólo era eso: “mala suerte”.
Tenía que bajarle los
humos al cabrón, que “se siente mucho”
nomas porque trabaja en una secretaría del gobierno, ganando una buena lana. Por
supuesto que llegó ahí con una buena palanca, con ayuda de su cuñado —el hermano
de su novia—, quien ya lleva más de diez años laborando ahí, desde el sexenio de
Fox, y que por supuesto, ingresó por medio de otra palanca.
No sólo es el hecho de llamarme
“Nini” un domingo por la tarde, lo
peor es que lo hace precisamente a la hora de la comida, frente a toda la familia.
Y no es que ellos no sepan mi condición de desempleado perenne, pero resultaba algo
verdaderamente irascible que me restregara en la cara a cada minuto, a cada segundo que
no tenía un empleo formal —y por obviedad, que padezca la escases del dinero
en mis bolsillos—, mientras intentaba degustar el pollo rostizado con papas Sabritas. Y todo empezó porque a la hora
de cooperar para los refrescos, le parecieron más que ofensivos los cinco pesos
que aporte a la causa.
Aunque ya entrando en
netas absolutas, la neta lo mío lo mío no era precisamente el empleo formal y/o
asalariado. Desde mi más tierna infancia ya le había entrado el comercio
informal, vendiendo rompecabezas de alambre —sí, esas figuritas de alambre en
las que tienes que sacar otro alambre—, en el mercado público donde mi mamá tenía
su peluquería. Ahí pasaba horas sentado en espera de la clientela, mientras jugaba
con mis vecinos mercaderes —Pablo que
vendía gelatinas en una charola vieja; y el Rabanito,
que ayudaba a su mama en su puesto de verduras—. Era una actividad más que
honesta, recreativa y didáctica, es decir, me la pasaba a toda madre, entre la
venta de las figuras de alambre, y la corredera entre los pasillos del viejísimo
mercado, con mis amigos.
En algunas ocasiones cuando
las ventas eran bajas —la gente se desesperaba por no poder sacar los ganchos de
alambre de los alambres—, ayudaba al Rabanito
a acomodar la mercancía de su puesto, y su mamá me daba algunos pesos por ayudarlos, suficiente
para las maquinitas y un Gansito. Una vez que mi primer negocio
se fue a la quiebra —a mi pa´, que era el que los hacía, lo cambiaron al turno nocturno
en la fábrica—, el Rabanito airoso y
decidido, me invito a formar parte de su “selecto
personal” para la recolecta de botellas y cartón que encontrábamos en el
basurero del mercado, y que después venderíamos en los depósitos de reciclado. Mis suministros estarían asegurados por un tiempo,
hasta que emprendiera otro negocio.
Tragué como pude mi
último bocado de pollo rostizado y papas, respiré hondamente, y le dije como si
deleitara cada palabra que salía de mi boca: ¿A qué te da envidia? Sus ojos se abrieron lentamente sorprendidos,
su cara dibujo un rictus de desconcierto, mientras me preguntaba despectivamente:
¿De qué inche Ni-ni? mientras disimulaba su enojo, echándose otro bocado de tortilla
a la boca. Afiné la voz y tiré a quemarropa: Yo no me levanto de madrugada; no paso quince horas en una oficina
recibiendo ordenes de personas más imbéciles que yo; no paso más de cuatro
horas en el trafico infernal; y, por cierto, tengo una vida. Se quedó mudo.
Una sonrisa diabólica se esbozó en mi rostro, mientras me acomodaba plácidamente
en mi silla para ver la televisión. Al menos lo que resta del domingo se
quedaría así. Y aunque me sabía vencedor, tendría que aceptar también, de una manera
u otra, que no sólo me había indignado que llamara así, por el contrario, me había
zarandeado del sopor de mi realidad innegable: era un desempleado, con trasfondo
Nini.
Es una realidad constante comun a muchos egresados
ResponderEliminar