domingo, 5 de febrero de 2012

Capitulo 1: ¿A qué te doy envidia?


Ya sus “chistecitos” estaban subiendo de nivel, es decir, se estaba pasando de lanza el gandalla de mi hermano con mi linda personita. Digo, una cosa es que te digan: “eres un bueno para nada”; “vagales”; “parasito social” y demás cosas por el estilo. Es más, hasta que me dijeran que eran un “huevonzote”, uno aguanta vara y ni la hace de tos, pero de eso a llamarme “Nini”, acababa de pasar esa delgada línea de algo gracioso a insultante, es decir, se estaba pasando de rosca el cabrón. ¿Nini yo? ¡Qué paso!, no había pasado los últimos seis años de mi vida en la universidad, quemándome las pestañas para obtener un promedio de MB,  para que él —que se quedó trunco al iniciar su carrera de ingeniería—, me dijera “Nini”, sólo porque no había corrido con algo de suerte para encontrar empleo durante los últimos años, sólo era eso: “mala suerte”.
Tenía que bajarle los humos al cabrón, que “se siente mucho” nomas porque trabaja en una secretaría del gobierno, ganando una buena lana. Por supuesto que llegó ahí con una buena palanca, con ayuda de su cuñado —el hermano de su novia—, quien ya lleva más de diez años laborando ahí, desde el sexenio de Fox, y que por supuesto, ingresó por medio de otra palanca.  
No sólo es el hecho de llamarme “Nini” un domingo por la tarde, lo peor es que lo hace precisamente a la hora de la comida, frente a toda la familia. Y no es que ellos no sepan mi condición de desempleado perenne, pero resultaba algo verdaderamente irascible que me restregara  en la cara a cada minuto, a cada segundo que no tenía un empleo formal —y por obviedad, que padezca la escases del dinero en mis bolsillos—, mientras intentaba degustar el pollo rostizado con papas Sabritas. Y todo empezó porque a la hora de cooperar para los refrescos, le parecieron más que ofensivos los cinco pesos que aporte a la causa.
Aunque ya entrando en netas absolutas, la neta lo mío lo mío no era precisamente el empleo formal y/o asalariado. Desde mi más tierna infancia ya le había entrado el comercio informal, vendiendo rompecabezas de alambre —sí, esas figuritas de alambre en las que tienes que sacar otro alambre—, en el mercado público donde mi mamá tenía su peluquería. Ahí pasaba horas sentado en espera de la clientela, mientras jugaba con mis vecinos mercaderes —Pablo que vendía gelatinas en una charola vieja; y el Rabanito, que ayudaba a su mama en su puesto de verduras—. Era una actividad más que honesta, recreativa y didáctica, es decir, me la pasaba a toda madre, entre la venta de las figuras de alambre, y la corredera entre los pasillos del viejísimo mercado, con mis  amigos.
En algunas ocasiones cuando las ventas eran bajas —la gente se desesperaba por no poder sacar los ganchos de alambre de los alambres—, ayudaba al Rabanito a acomodar la mercancía de su puesto, y su mamá  me daba algunos pesos por ayudarlos, suficiente para las maquinitas y un Gansito. Una vez que mi primer negocio se fue a la quiebra —a mi pa´, que era el que los hacía, lo cambiaron al turno nocturno en la fábrica—, el Rabanito airoso y decidido, me invito a formar parte de su “selecto personal” para la recolecta de botellas y cartón que encontrábamos en el basurero del mercado, y que después venderíamos en los depósitos de reciclado.  Mis suministros estarían asegurados por un tiempo, hasta que emprendiera otro negocio.
Tragué como pude mi último bocado de pollo rostizado y papas, respiré hondamente, y le dije como si deleitara cada palabra que salía de mi boca: ¿A qué te da envidia? Sus ojos se abrieron lentamente sorprendidos, su cara dibujo un rictus de desconcierto, mientras me preguntaba despectivamente: ¿De qué inche Ni-ni? mientras disimulaba su enojo, echándose otro bocado de tortilla a la boca. Afiné la voz y tiré a quemarropa: Yo no me levanto de madrugada; no paso quince horas en una oficina recibiendo ordenes de personas más imbéciles que yo; no paso más de cuatro horas en el trafico infernal; y, por cierto, tengo una vida. Se quedó mudo. Una sonrisa diabólica se esbozó en mi rostro, mientras me acomodaba plácidamente en mi silla para ver la televisión. Al menos lo que resta del domingo se quedaría así. Y aunque me sabía vencedor, tendría que aceptar también, de una manera u otra, que no sólo me había indignado que llamara así, por el contrario, me había zarandeado del sopor de mi realidad innegable: era un desempleado, con trasfondo Nini.  

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